Bosque Mítago

martes, 28 de octubre de 2008



Prólogo

Edward Wynne-Jones Esq.
15 College Road Oxford
Edward:
Tienes que volver al Refugio. ¡Por favor, no te retrases ni una hora! He descubierto un
cuarto camino hacia las zonas más profundas del bosque. El arroyo. Qué obvio parece
ahora... ¡un camino de agua! Pasa directamente a través del vórtice exterior de fresnos,
más allá del sendero espiral y de las Cataratas de Piedra. Creo que nos servirá para
llegar al mismo corazón del bosque. ¡Pero el tiempo, siempre el factor tiempo...!
He encontrado un pueblo llamado los shamiga. Viven más allá de las Cataratas de
Piedra. Vigilan los vados del río, pero descubrí con gran satisfacción que les encanta
contar historias. Ellos lo llaman «narrar la vida». La narradora de la vida es una jovencita
que se pinta la cara de verde y cuenta las historias con los ojos cerrados, para que las
sonrisas o gestos desaprobadores de los que escuchan no la hagan «cambiar de forma»
a los personajes de la historia. La escuché durante mucho tiempo, pero lo más importante
que oí fue un fragmento que sólo puede pertenecer a la historia de Guiwenneth. Era una
versión precéltica del mito, pero estoy seguro de que se refiere a la chica. Esto es lo que
conseguí entender:
«Una tarde, tras matar a un ciervo con astas de ocho puntas, a un jabalí más alto que
dos hombres, y corregir los malos modales de cuatro pueblos, Mogoch, un jefe, se sentó
junto a la orilla para descansar. Era de constitución tan gigantesca, que las nubes casi le
tapaban la cabeza. Metió los pies en el mar, junto a la base de los acantilados, para
refrescarse. Luego se reclinó hacia atrás y observó la reunión que tenía lugar entre dos
hermanas sobre su fertilidad.
»Las hermanas eran gemelas, ambas hermosas, de hablar dulce y hábiles con el arpa.
Pero una de ellas se había casado con el jefe guerrero de una gran tribu, y pronto
descubrió que su vientre no podía concebir. Se volvió tan agria como la leche que ha
quedado demasiado tiempo expuesta al sol. La otra hermana se había casado con un
guerrero exiliado llamado Peregu. El campamento de Peregu estaba en los más
profundos desfiladeros de la parte más lejana del bosque, pero acudía junto a su amada
en forma de lechuza. Ella acababa de tener una hija, pero, como Peregu estaba exiliado,
la hermana de rostro amargado y su ejército se habían presentado para llevarse a la
criatura.
»Tuvo lugar una gran discusión, y las armas chocaron. La amada de Peregu ni siquiera
había tenido tiempo deponerle nombre a la niña, cuando su hermana le arrebató el
pequeño bulto envuelto en telas y lo alzó sobre su cabeza, para ser ella quien le diera
nombre.
»Pero el cielo se oscureció, y aparecieron diez urracas. Eran Peregu y sus nueve
hermanos de espada, mutados por la magia del bosque. Peregu descendió en picado,
tomó a la niña entre sus garras y se remontó, pero un tirador le derribó con su honda. La
niña cayó, pero los otros pájaros la recogieron en el aire y se la llevaron. Así que fue
llamada Hurfathana, que quiere decir "la niña criada por urracas".
»Mogoch, el jefe, contempló todo esto con diversión despectiva, pero sentía respeto
por el difunto Peregu. Recogió al pajarilla y le devolvió la forma humana.
Como tenía miedo de aplastar pueblos enteros si excavaba una tumba con el dedo,
Mogoch se metió al exiliado muerto en la boca, y se arrancó un diente para que le sirviera
de lápida funeraria. Así, Peregu fue enterrado bajo una gran piedra blanca, en un valle
que respira.» No hay duda, se trata de una versión primitiva de la historia de Guiwenneth,
y supongo que comprendes mi emoción. La última vez que vino la chica, pude preguntarle
sobre su tristeza. Me dijo que se había extraviado. No conseguía dar con el valle que
respiraba, ni la brillante roca bajo la que yacía su padre. Es la misma historia. ¡Lo sé, lo
presiento! Tenemos que invocarla de nuevo. Tenemos que ir otra vez más allá de las
Cataratas de Piedra. Necesito tu ayuda.
¿Quién sabe dónde y cuándo terminará esta guerra? Pronto llamarán a filas a mi hijo
mayor, y Steven no tardará en seguirle. Entonces, tendré más libertad para explorar el
bosque y hablar con la chica.
Tienes que venir, Edward.
Un saludo afectuoso.
George Huxley Diciembre de 1941
Primera parte - Bosque Mitago
Uno
En mayo de 1944 recibí los papeles de alistamiento y, de mala gana, partí hacia la
guerra. Mi entrenamiento tuvo lugar en Lake District, y luego me embarcaron hacia
Francia con el Séptimo de Infantería.
La noche anterior a la partida, estaba tan enfadado con mi padre por su aparente
despreocupación en lo relativo a mi seguridad, que, cuando se durmió, me acerqué
silenciosamente a su escritorio y arranqué una página de su libreta, el diario donde
detallaba su trabajo silencioso y obsesivo. El fragmento tenía como única fecha «Agosto
del 34», y lo leí muchas veces, desesperado por no comprender nada, pero contento de
haberle arrebatado al menos una pequeña parte de su vida, una parte que me sustentaría
en aquellos días dolorosos y solitarios.
La anotación comenzaba con un amargo comentario sobre las pérdidas de tiempo que
se le imponían: el mantenimiento de Refugio del Roble, nuestro hogar familiar, las
exigencias de sus dos hijos, y la difícil relación con su esposa, Jennifer. Si mal no
recuerdo, por aquel tiempo mi madre estaba gravemente enferma. Terminaba con un
párrafo memorable por su incoherencia:
Una carta de Watkins. Está de acuerdo conmigo en que, en ciertas épocas del año, el
aura que rodea el bosque puede llegar hasta la casa. Debo meditar sobre las
implicaciones. Quiere conocer el poder del vórtice roble que he medido. ¿Qué le cuento?
Desde luego, nada del primer mitago. También he notado que la zona premitago es cada
vez más rica. Pero, al mismo tiempo, es evidente que pierdo progresivamente el sentido
del tiempo.
Atesoré este pedazo de papel por muchas razones, pero sobre todo, porque
representaba los escasos momentos de interés apasionado de mi padre... aunque, al
mismo tiempo, no podía compartir este interés, igual que no podía compartir su vida
cuando estaba en casa.
Me hirieron a principios de 1945, y cuando terminó la guerra, me las arreglé para
quedarme en Francia. Viajé hacia el sur para pasar la convalecencia en un pueblo de las
colinas que hay más allá de Marsella, y allí viví con unos viejos amigos de mi padre. Era
un lugar cálido, seco, silencioso y tranquilo. Me pasaba horas y horas sentado en la plaza
del pueblo, y pronto se me consideró parte de la pequeña comunidad.
Las cartas de mi hermano Christian, que había vuelto a Refugio del Roble cuando
terminó la guerra, me llegaban puntualmente todos los meses durante el largo año de
1946. Eran cartas alegres, informativas, pero parecían cada vez más tensas:
evidentemente, la relación de Christian con nuestro padre se deterioraba por momentos.
El viejo no me escribió nunca, pero tampoco lo esperaba. Hacía mucho que me había
resignado, lo máximo que obtendría de él sería indiferencia.
Toda la familia no era más que una intrusión en su trabajo. Su sentimiento de
culpabilidad por habernos descuidado, y sobre todo por haber hecho que nuestra madre
se suicidara, se convirtió rápidamente, durante los primeros años de guerra, en una locura
histérica verdaderamente aterradora. Esto no quiere decir que estuviera gritando siempre;
todo lo contrario, se pasaba la mayor parte del tiempo en silencio, absorto en la
contemplación del bosque de robles cercano a nuestra casa. Estos períodos de silencio,
que al principio no le enfurecían por la distancia que interponían entre la familia y él, se
convirtieron pronto en una auténtica bendición.
Murió en noviembre de 1946, de una enfermedad que le había aquejado durante años.
Cuando me enteré, me sentí dividido entre lo poco que me atraía volver a Refugio del
Roble, en un rincón de Ryhope, en Herefordshire, y el evidente malestar de Christian.
Ahora, mi hermano estaba solo en la casa donde habíamos pasado juntos la infancia. Me
lo imaginaba recorriendo las habitaciones vacías, quizá sentado en el estudio húmedo e
insalubre de nuestro padre, recordando las horas de rechazo, el olor a madera y mantillo
que acompañaba al viejo al cruzar las puertas con paneles de cristal cuando regresaba de
sus expediciones de una semana a lo más profundo del bosque. Éste se había extendido
por esa habitación, como si mi padre no soportara estar lejos de los matorrales bajos y as
húmedas sombras de los robles, ni siquiera cuando recordaba que tenía una familia.
Demostraba recordarnos de la única manera en que sabía hacerlo: contándonos —sobre
todo, contando a mi hermano— historias sobre los antiguos bosques que se divisaban
desde la casa, sobre los robles, fresnos, hayas y otros árboles en cuyo oscuro interior
(dijo una vez) aún se podía oír y oler al jabalí salvaje, incluso seguir sus huellas.
Yo dudaba de que hubiera visto nunca a ese animal, pero aquella noche, sentado junto
a la ventana de mi habitación, contemplando el pueblecito en las colinas (todavía llevaba
la carta de Christian en la mano, hecha una bola), recordé con claridad cómo me había
dedicado a escuchar los gruñidos lejanos de algún animal del bosque, cómo atendía al
ruido del pesado desplazamiento de algo muy grande que se adentraba hacia el bosque
por el ventoso camino que llamábamos Sendero Profundo, una ruta que transcurría en
espiral hacia el mismo corazón del bosque.
Sabía que debía volver a casa, pero retrasé el viaje casi otro año. Durante ese tiempo,
las cartas de Christian cesaron bruscamente. En la última, fechada el diez de abril,
escribía sobre Guiwenneth, acerca de su extraño matrimonio, y aseguraba que me
sorprendería la encantadora muchacha por la que había perdido «corazón, mente, alma,
razón, talento para cocinar y casi todo lo demás, Steve».
Le escribí para darle la enhorabuena, claro, pero durante los meses siguientes no hubo
ninguna comunicación más entre nosotros.
Por fin, le escribí para hacerle saber que volvía a casa, que me quedaría en Refugio del
Roble unas semanas, y luego buscaría alojamiento en alguna de las ciudades cercanas.
Me despedí de Francia y de la comunidad que se había convertido en una parte
importante de mi vida. Viajé hasta Inglaterra en autobús y tren, en ferry y otra vez en tren.
El 20 de agosto, en coche de caballos, llegué hasta el tendido de ferrocarril en desuso
que marcaba el límite de los terrenos.
Refugio del Roble estaba al otro lado, a seis kilómetros si se daba un rodeo por la
carretera, pero mucho más cerca por un camino que atravesaba los campos y
bosquecillos de la finca. Mi intención era tomar la ruta más rápida, así que cogí lo mejor
que pude mi única y destartalada maleta y eché a andar por el descuidado sendero. De
cuando en cuando, echaba un vistazo por encima del alto muro de ladrillo rojo que
señalaba los límites de la propiedad, tratando de ver algo a través de la espesura de
pinos.
Pronto desaparecieron tanto el bosque como el muro, y la tierra se convirtió en una
serie de campos bordeados de árboles, a los que entré por un desvencijado portillo con
escalones de madera, casi oculto bajo las raíces de fresno y los arbustos fresales. No me
costó poco abandonar la vía pública y avanzar por el camino sur que atravesaba los
bosquecillos, serpenteando junto al riachuelo llamado «arroyo arisco», hacia la casa
cubierta de hiedra que era mi hogar.
Se acercaba el mediodía y el calor arreciaba cuando por fin avisté Refugio del Roble.
En algún lugar, a mi izquierda, se oía el sonido de un tractor. Pensé en el viejo Alphonse
Jeffries, el encargado de los terrenos. Y, junto con su rostro bronceado, sonriente, recordé
la alberca del molino y el pequeño bote de remos desde el que solía pescar.
El recuerdo de la tranquila alberca se apoderó de mí, y me aparté del sendero sur,
pese a que las ortigas me llegaban a la cintura, y los fresnos y los espinos crecían por
doquier. Me acerqué a la orilla de la amplia alberca sombreada. El espeso bosque de
robles del otro lado impedía verla en toda su extensión. Casi oculto entre los arbustos que
poblaban la orilla más cercana estaba el pequeño bote desde el que Chris y yo solíamos
pescar años antes. Había perdido casi por completo la capa de pintura blanca y, aunque
el casco parecía intacto, dudé que soportara el peso de un hombre adulto. No lo toqué.
Me limité a rodear la alberca para sentarme en los desiguales escalones de cemento que
llevaban al desvencijado embarcadero. Desde allí, contemplé la superficie de la alberca,
poblada por nubes de insectos, sólo alterada por el paso de algún que otro pez.
—Sólo nos harían falta un par de palos y un trozo de cordel. La voz de Christian me
sobresaltó. Debía de haber caminado desde el Refugio por el sendero que la vegetación
me impedía ver. Alegre, me puse en pie de un salto y me volví hacia él.
La sorpresa que me causó su aspecto fue tan brutal como si me hubieran golpeado, y
creo que se dio cuenta, aunque le rodeé con los brazos y le di un fuerte abrazo fraternal.
—Tenía que ver otra vez este lugar —dije.
—Te comprendo —asintió, mientras nos separábamos—. Yo suelo venir a menudo.
Nos miramos, y se hizo un extraño silencio. Y, de pronto, tuve la certeza de que no le
alegraba verme.
—Estás muy moreno —señaló—. Y muy demacrado. Saludable y enfermo al mismo
tiempo...
—Sol mediterráneo, recogida de la uva y una granada de metralla. Aún no me he
recuperado del todo. —Sonreí—. Pero me encanta estar de vuelta y verte de nuevo.
—Sí —respondió vagamente—. Me alegra que hayas regresado Steve. Me alegra
mucho. Me temo que la casa... bueno, no está muy ordenada. Tu carta no llegó hasta
ayer, y no he tenido tiempo de hacer nada. Pronto verás que las cosas han cambiado
bastante.
Sobre todo él. Apenas podía creer que éste fuera el joven alegre y vivaz que marchó
con su unidad en 1942. Había envejecido de una manera increíble, tenía el pelo surcado
de hebras grises, más evidentes al llevarlo largo y sucio. Me recordó a nuestro padre: la
misma mirada distante, ausente, idénticas mejillas demacradas, idénticas arrugas
profundas en todo el rostro. Pero lo que más me chocaba era su porte en general.
Siempre había sido del tipo recio, musculoso.
Ahora era como el proverbial espantapájaros, flaco, desgarbado, siempre nervioso.
Lanzaba miradas hacia todas partes, pero sin concentrarse nunca en mí.
Y olía. A bolas de naftalina, como si la camisa blanca y los anchos pantalones grises
que llevaba acabaran de salir del armario. Y había otro olor, por debajo del de la
naftalina..., el punzante aroma de bosque y hierba. Tenía tierra en las uñas y en el pelo, y
sus dientes amarilleaban.
Con el paso de los minutos, pareció relajarse ligeramente. Discutimos un poco, reímos
otro poco y paseamos alrededor de la alberca, golpeando los arbustos con palos. Pero no
podía librarme de la sensación de haber llegado a casa en un mal momento.
—¿Fue difícil... lo del viejo? Me refiero a los últimos días. Negó con la cabeza.
—Durante las dos últimas semanas, más o menos, le atendió una enfermera aquí. No
puedo decir que muriera en paz, pero al menos dejó de hacerse daño a sí mismo... y, de
paso, a mí.
—Iba a preguntártelo. En tus cartas sugerías que había cierta hostilidad entre vosotros.
Christian frunció los labios en una sonrisa sombría, y me miró con una expresión
extraña, algo a medio camino entre el asentimiento y la sospecha.
—Más bien una guerra abierta. Poco después de que yo regresara de Francia, se
volvió bastante loco. Tendrías que haber visto la casa, Steve. Tendrías que haber visto al
viejo. Creo que llevaba meses sin lavarse. No sé qué habría estado comiendo... Desde
luego, nada tan sencillo como huevos y carne. Para ser sincero, durante unos meses creí
que se alimentaba de madera y hojas. Estaba en unas condiciones desastrosas. Me dejó
ayudarle con su trabajo, pero pronto empezó a odiarme. Trató de matarme más de una
vez, Steve. Y lo digo en serio, auténticos atentados contra mi vida. Supongo que tenía un
motivo...
El relato de Christian me dejó atónito. La imagen de mi padre había cambiado.
De ser un hombre frío, resentido, a convertirse en una figura enloquecida que se
lanzaba sobre mi hermano para golpearle con los puños.
—Siempre pensé que te quería más a ti. Era a ti a quien contaba las historias del
bosque. Yo escuchaba, pero siempre era a ti a quien sentaba sobre sus rodillas.
¿Por qué iba a intentar matarte?
—Me involucré demasiado —fue toda la respuesta de Christian. Me ocultaba algo, algo
de importancia fundamental. Se le notaba en el tono de voz, en la expresión hosca, casi
resentida. ¿Debía presionarle o no? Difícil decisión. Nunca me había sentido tan lejos de
mi propio hermano. Me pregunté si su comportamiento repercutía en Guiwenneth, la chica
con quien se había casado. Me pregunté qué clase de atmósfera estaría respirando la
pobre en Refugio del Roble.
Saqué el tema de la chica con precaución. Christian golpeó furioso los arbustos de la
alberca.
—Guiwenneth se ha ido —fue toda su respuesta. Me detuve, sobresaltado.
—¿Qué quieres decir, Chris? ¿Adonde ha ido?
—Simplemente se ha ido —replicó furioso, de mala gana—. Pertenecía a papá, se ha
ido, y no hay más que hablar.
—No sé qué quieres decir. ¿Dónde está? En tu carta parecías tan feliz...
—No debí escribirte sobre ella. Fue un error. Ahora, deja el tema, ¿vale?
Después de aquella réplica, me sentía cada vez más intranquilo con Christian.
Desde luego, le sucedía algo terrible, y era evidente que la partida de Guiwenneth
había contribuido en gran manera a aquel terrible cambio que no podía dejar de advertir.
Pero también sentí que había algo más. Y no podía saber qué era, a menos que Christian
hablara de ello.
—Lo siento —fueron las únicas palabras que conseguí formular.
—No lo sientas.
Caminamos en dirección al bosque, donde el suelo se volvía fangoso e inseguro
durante unos metros, antes de desaparecer en un pantano musgoso de piedras, raíces y
madera putrefacta. Los rayos del sol apenas conseguían atravesar el espeso follaje de los
árboles, y hacía frío. Los densos arbustos se movían con la brisa, y vi como el bote se
mecía ligeramente.
Christian siguió la dirección de mi mirada, pero no se fijó en el bote ni en la alberca.
Estaba perdido en algún lugar de sus propios pensamientos. Durante un breve instante, la
tristeza me atenazó al ver a mi hermano tan destruido en aspecto y actitud. Quería
desesperadamente tocarle el brazo, estrecharle, y era terrible, pero me daba miedo
hacerlo.
—¿Qué demonios te ha pasado, Chris? ¿Estás enfermo? —le pregunté con una voz
bastante serena. Por un momento no respondió.
—No estoy enfermo —dijo al final.
Dio una patada a una seta seca, que quedó convertida en un polvillo que la brisa
arrastró. Me miró con algo parecido a la resignación en su rostro obsesionado.
—He cambiado un poco, nada más. He retomado el trabajo del viejo. Quizá se me haya
pegado algo de su indiferencia.
—Si es así, quizá deberías dejarlo una temporada.
—¿Por qué?
—Porque la obsesión del viejo terminó por matarle. Y, por tu aspecto, sigues el mismo
camino.
Christian sonrió un instante, y lanzó el palo a la alberca, donde salpicó un poco y quedó
flotando en un charco de sucias algas verdes.
—Quizá valga la pena morir por lo que él buscaba..., aunque no lo encontrara.
No comprendí el tono dramático en la afirmación de Christian. El trabajo que tanto
había obsesionado a nuestro padre consistía en dibujar mapas del bosque, en buscar
pruebas de la existencia de sus antiguos pobladores. Había inventado toda una nueva
jerga para su propio uso, y consiguió dejarme completamente al margen, sin la menor
posibilidad de comprender su trabajo. Se lo dije a Christian.
—Es muy interesante, pero no tanto como crees —añadí.
—Hacía mucho, mucho más que dibujar mapas. Pero ¿recuerdas esos mapas, Steve?
Increíblemente detallados...
Recordaba uno con bastante claridad, el más grande de todos. Mostraba con gran
precisión los senderos y los caminos menos importantes, que atravesaban los grupos de
árboles y montículos pedregosos. Los claros estaban dibujados con precisión casi
obsesiva, cada uno numerado e identificado, y todo el bosque aparecía dividido en zonas
con nombre propio. Una vez, Chris y yo montamos un campamento en uno de los claros,
en el bosque, aunque no nos adentramos demasiado.
—Muchas veces intentamos adentrarnos más. ¿Recuerdas aquellas expediciones,
Chris? En cuanto terminaba el sendero profundo, nos perdíamos. Y nos asustábamos
mucho.
—Cierto —replicó Christian con voz tranquila, mientras me miraba de una manera
enigmática—. ¿Y si te dijera que el bosque nos impidió entrar? —añadió—, ¿Me creerías?
Contemplé los grupos de arbustos, árboles y sombras, donde apenas llegaba la luz del
sol.
—Supongo que, en cierto modo, lo hizo —respondí—. Nos impidió adentrarnos más
porque nos hizo tener miedo, porque hay pocos senderos y está lleno de piedras y
raíces... Es muy difícil caminar por ahí. ¿Te refieres a eso? ¿O a algo un poco más
siniestro?
—«Siniestro» no es la palabra que yo utilizaría —señaló Christian. Pero, por el
momento, no añadió nada más, Se agachó para recoger una hoja de un roble pequeño,
inmaduro, y la frotó entre el índice y el pulgar antes de aplastarla con el puño. Todo esto
sin dejar de mirar hacia el bosque.
—Éste es un bosque de robles, Steve. Un bosque virgen desde los tiempos en que
todo el país estaba cubierto de bosques de árboles caducos: robles, fresnos, saúcos,
serbales, espinos...
—Y todos los demás —le interrumpí con una sonrisa—. Recuerdo la lista que nos hacía
el viejo.
—Cierto. Y hay más de cinco kilómetros cuadrados de bosque desde aquí hasta
Grimiey. Cinco kilómetros cuadrados de auténtico bosque posterior a la Era Glaciar. Y ha
permanecido intacto, sin que nadie lo invadiera, durante miles de años.
Pareció despertar de un sueño, y me miró con gesto duro.
—Se resisten a cambiar —añadió.
—Siempre pensó que había jabalíes vivos ahí dentro —dije—. Recuerdo que una
noche oí algo, y él me convenció de que se trataba de un jabalí salvaje, de un enorme
jabalí que corría por el lindero del bosque, en busca de una hembra.
Christian echó a andar de vuelta hacia el embarcadero, y le seguí.
—Seguramente tenía razón. Si ha sobrevivido algún jabalí de la Edad Media, estará en
un bosque como éste.
Como estaba pensando en sucesos acaecidos muchos años antes, los recuerdos
fueron regresando muy despacio. Volví a ver imágenes de mi infancia: el sol abrasador
sobre la piel arañada por las zarzas, las excursiones de pesca a la alberca del molino, los
campamentos entre los árboles, los juegos, las exploraciones... y, una y otra vez, recordé
a Brezo.
Mientras volvíamos hacia el pisoteado sendero que llevaba al Refugio, discutimos
sobre la visión. Yo tenía nueve o diez años. Íbamos hacia el Arroyo Arisco a pescar, y
decidimos probar nuestros palos y cordeles en la alberca del molino con la vana
esperanza de atrapar a alguno de los peces depredadores que allí vivían. Cuando nos
acuclillamos junto al agua —sólo nos atrevíamos a salir con el bote si nos acompañaba
Alphonse—, vimos un movimiento entre los árboles, al otro lado de la orilla. Fue una
visión asombrosa, que nos dejó subyugados durante los meses siguientes..., además de
aterrorizarnos, desde luego. De pie, mirándonos, había un hombre vestido con pieles
marrones. Se ceñía con un ancho cinturón brillante, y la barba hirsuta, anaranjada, le
llegaba al pecho.
Llevaba unas ramitas en la cabeza, sujetas a la coronilla con una tira de cuero.
Nos contempló sólo un instante, antes de volver a la oscuridad. No oímos ni un ruido
durante aquel lapso, ni cuando se acercó, ni cuando desapareció.
Corrimos de vuelta a la casa, y llegamos ya algo más tranquilos. Christian concluyó que
debía de tratarse del viejo Alphonse, que nos quería tomar el pelo.
Cuando le mencionó a nuestro padre lo que habíamos visto, éste reaccionó casi con
furia, aunque Christian creía recordar que se había puesto nervioso, y que si nos gritó fue
por eso, no por habernos acercado a la alberca prohibida. Fue nuestro padre quien
empezó a llamarle «el Brezo», refiriéndose a las ramas de brezo que llevaba en la
cabeza. Y, poco después de que se lo contáramos, desapareció en el bosque durante
casi dos semanas.
—Fue la vez que volvió herido, ¿recuerdas? Ya habíamos llegado a Refugio del Roble,
y Christian me abrió la puerta de la valla.
—La herida de flecha. La flecha gitana. Dios, fue un día terrible.
—El primero de muchos.
Advertí que la mayor parte de la hiedra había desaparecido de los muros de la casa.
Ahora era un lugar gris, con pequeñas ventanas sin cortinas entre el ladrillo oscuro. El
tejado, con sus tres esbeltas chimeneas, quedaba parcialmente oculto entre las ramas de
una enorme haya vieja. El patio y los jardines estaban sucios, descuidados; el corral de
los pollos, vacío; los establos para animales, deteriorados, casi en ruinas. Desde luego,
Chris lo había descuidado todo. Pero, cuando atravesé el umbral, me sentí como si nunca
hubiera estado fuera de allí. La casa olía a comida rancia y a cloro, y casi pude ver la
esbelta silueta de mi madre, limpiando la enorme mesa de pino de la cocina, con los gatos
a su alrededor, tendidos en el suelo de losetas rojas.
Christian estaba tenso otra vez. Me miraba de esa manera inquieta que delataba su
intranquilidad. Supuse que aún no sabía si alegrarse o enfadarse conmigo por haber
vuelto a casa. Por un momento, me sentí como un intruso.
—¿Por qué no deshaces las maletas y te refrescas un poco? —me dijo—. Puedes
instalarte en tu vieja habitación. Supongo que estará mal ventilada, pero no tardará en
airearse. Luego, cuando bajes, podemos comer algo. En cuanto tomemos el té,
tendremos todo el tiempo del mundo para charlar.
Sonrió, y me pareció que era un intento de hacer un chiste. Pero siguió hablando
rápidamente, mientras me miraba con frialdad.
—Porque, si te vas a quedar en casa una temporada, más vale que sepas lo que está
pasando aquí. No quiero que te entrometas en esto, ni en lo que estoy haciendo, Steve.
—No me meteré en tu vida, Chris...
—¿No? Ya veremos. No negaré que tu presencia me pone nervioso. Pero, ya que has
venido...
Se detuvo y, por un momento, pareció casi avergonzado.
—Bueno, ya hablaremos.